El médico me prohibió
leer. Cogió un bolígrafo y anotó algo sobre el cuaderno. Le hubiese quitado el
boli allí mismo. Apreté los puños por debajo de la mesa y mentí: quiero dejarlo.
De momento, no iban a internarme, pero debía olvidarme de los libros. Si no
lograba vencer la enfermedad tendrían que meterme en esa clínica tan prestigiosa
para escritores. Me hicieron pasar a una sala mientras el médico hablaba con mis
padres. Al llegar a casa, tiraron los libros que tenía escondidos debajo de la
cama y dieron mi nombre en las pocas librerías y bibliotecas que quedaban
abiertas para que me prohibiesen la entrada. Nunca me dejaban solo. Les
engañaba. Me encerraba en el baño y leía la composición de los champúes o les
acompañaba al supermercado y me paraba en la sección de congelados a repasar los
ingredientes. Pero me sabía a poco. Empecé a robar. En el metro miraba de reojo
al viajero de al lado y me hacía con nombres y adjetivos del periódico que
estaba leyendo. Pillé un verbo transitivo de una carta del banco que sustraje
del buzón del vecino. Conseguí dos preposiciones en un carné de identidad y
algunos adverbios, aunque terminados en mente, en un folleto que me dieron en la
calle. Cuando asalté una biblioteca, me internaron. El día que entré en la
clínica, vi salir a Juan Manuel de Prada. Había adelgazado y no llevaba esas
gafas de pasta que le caracterizan. Tenía mejor aspecto. En mi grupo de terapia,
reconocí a Lorenzo Silva, aunque la mayoría éramos gente anónima. Pronto
descubrí el mercado negro. Al apagar las luces de las habitaciones, nos
reuníamos en los baños y traficábamos con palabras. Cambiábamos adverbios por
preposiciones y dábamos nuestra alma por encontrar a quien tuviese el adjetivo
perfecto. Por la noche componíamos historias, las memorizábamos y al día
siguiente, a la hora del paseo, lejos de los ojos de los enfermeros que se
distraían con la televisión, nos las contábamos. Cuando salí, todos pensaban que
me había curado.
Ernesto
Ortega
Extraído de : -------- Missatge original --------